jueves, 26 de mayo de 2011

“Si América pudiera cantar, lo haría con la voz de Sosa”

Mercedes está sentada en una silla cómoda, sus ropas caen sobre su figura, un pañuelo recorre su cuello que se adelanta para quedar más cerca del micrófono que tiene en frente; tras sus lentes se esconden dos ojos vivos que miran atentos el atril con papeles. Se encuentra en un estudio de grabación junto a Gustavo Cerati. Se relacionan con confianza, Mercedes le da consejos, le canta, lo alaga. Concentrada relee la letra de la canción Zona de Promesas, que cantarán juntos. La estudia, la tararea con delicadeza.

Es el backstage del disco Cantora, último disco de la cantante argentina. En su última obra Sosa invita a numerosos artistas a cantar con ella. Es grabado en Estudios Ion en Buenos Aires, con algunas excepciones de artistas internacionales donde se viajó a grabar a cada país en particular, es íntegramente producido por el director musical Popi Spatoko, bajo la dirección artística de Afo Verde y Rafa Vila. Según las palabras de Vila “ella tenía como una idea y una ilusión muy grande, de grabar aquellas canciones que ella quería cantar y con aquellos artistas que a ella le producía felicidad cantar”.

Se abre la puerta del estudio y entra campante Joan Manuel Serrat, se acerca a la silla donde está sentada Mercedes y la toma entre sus manos y la besa con cariño, ¡Mira toda esta gente, siempre atrayendo multitudes! Comienza la grabación, Serrat se esmera en encontrar el tono, Sosa lleva el tono con ella, Aquellas pequeñas cosas les sale del alma, un dúo perfecto. Mercedes lo mira y le dice “Gracias mi amor por darme esta canción tan bella y cantarla con migo”.

Mercedes en la lengua de los demás

A medida que las grabaciones avanzan, más y más gente viene a visitarla, los cantantes seleccionados llegan ansiosos y nerviosos por cantar con ella, “La genio, la reina de la música” como le dice Spinetta. Cada músico tiene una visión de Mercedes, todas hacia arriba, todas con un son especial. “Una de las voces más representativas del mundo, habla de la tierra, habla de la pachamama” dijo Fernando Barrientos, un músico que trabaja en el álbum.

“Ella canta una frase y directamente morimos, porque ella canta con una cosa que no tiene nadie” dice enfático el flaco Spinetta mientras graban juntos la canción Barro tal vez. Suena de fondo la canción La luna llena, y Rubén Rada su compositor, sentencia “Mercedes es la cantante más importante, es la persona que se jugó muchísimo por todos en América Latina, cantando canciones importantes, diciendo cosas importantes, nunca se cayó la boca”

“Cuando uno va a grabar con ella, todo se hace más fácil, porque ella lo hace fácil; lo plantea como un disfrute, como abrir el corazón y cantar, entonces todos los nervios o el pensar ‘¿cómo me va a salir?’ realmente se diluye” dice pensativo Coqui Sosa.

“Yo no podría pensar el canto de la Argentina sin Mercedes, siempre digo que no se puede cantar como si ella no hubiera cantado” reflexiona Liliana Herrero, quien canta la canción Zamba del cielo, junto a Fito Páez, que por su parte agrega: “Es una de las pocas personas que tiene la idea de la nación, de la tribu; entonces se mezcla con los cantantes extranjeros. Han revelado la historia de una manera muy moderna y vital. Ella es más nación que la clase política”.

”Ella vuelca en los temas mucho sentimiento, te canta la poesía; es un placer” dijo la cantante de fama internacional Julieta Venegas, a quien Mercedes por primera vez había oído hace tan solo una semana. Decidió pedirle que cantaran juntas la canción Sabiéndose de los descalzos, nacida en el primer disco de la cantante mexicana.

Mercedes bajo su prosa

Mercedes Sosa es todo lo que dicen de ella, la voz más grande, la madre, la experiencia. Pero también es el pensamiento nacido de la biografía. “La pobreza siempre nos siguió, pero no nos destrozó. Lo único que sirvió para ayudarnos a ser libres, fue elegir nuestra manera de pensar”. La cantora, como más tarde se definiría a sí misma antes que cantante, a partir de la premisa de que "cantante es el que puede y cantor el que debe"; marcó un antes y un después en el cancionero latinoamericano.

“Toda una manera de pensar también la mía, que ha sido premiada, porque todo esto que usted ve acá, no son premios solamente porque yo canto sino porque pienso, pienso en los seres humanos, pienso en la injusticia, […] empecé a pensar ideológicamente” sentencia Mercedes. “Era necesario hacer una nueva poesía, era necesario que se canten canciones que hablen del problema de los hombres, de la pobreza, de la ingratitud que tienen algunas gentes con los hombres. Eso de alguna manera, alguna gente picara dijo, que era un manifiesto comunista, te juro que era musical literario” agrega.

La letra de la canción Agua, cielo, tierra fuego, que cantó Sosa para su último disco junto a Soledad Pastorutti, refleja muy bien las ansias de replegarse hacia la fuerza natural con que vivía la cantora. “Cuando yo te abrazo, no te abrazo sola / Te abraza conmigo una eternidad /Te abrazan los valles, las montañas y los vientos / Las flores del campo y el olor del pan / Cuando yo te beso, no te beso sola/ Azúcar te traigo del cañaveral / Soy como la tierra para darte frutos / Soy de miel morena para amarte más”

Mientras canta la canción con Soledad, Mercedes se encuentra recostada en un sillón. Ríe y aplaude, se emociona con facilidad, las palabras de cariño salen de sus labios burbujeantes. A esta altura de su vida ya mira con otros ojos, unos más sabios, más conciliadores. Dejó el ego de lado y grabó un álbum con canciones ajenas, por el solo gusto de compartir su talento. El productor cuenta que cuando llamaban a los cantantes, éstos se conmocionaban de sobremanera, se sentían alagados, orgullosos. Demuestran en cada gesto el cariño y el respeto que le tienen a la “mami”, a la señora que con fuerza y coraje cantó y amó su música, a la que viste telas coloridas e indígenas, a la que valoro a su tierra y a su gente. A la voz de una América que llena de fronteras se une en torno a la melodiosa voz de esta gran mujer.
Movilizaciones violentas

El miedo de salir a luchar

Gases, chorros, pancartas vociferantes, fuerzas especiales, jóvenes enardecidos e impotencia suelen ser los componentes de algunas marchas en el país. El testimonio de una joven recapitula como el exceso de violencia puede enmudecer a una persona.



Esta historia es sobre las tan vilipendiadas marchas y sus inesperadas consecuencias. Corría el mes de Agosto del 2010 y la movilización convocada por la CONFECH reunía esa mañana más de cinco mil estudiantes en la Plaza Italia. Eran las diez de la mañana y Javiera llegaba puntual al encuentro. El principio del Parque Bustamante se encontraba repleto de estudiantes secundarios quienes emocionados levantaban sus pancartas en pro de la educación pública.

Los últimos sucesos políticos, donde destacaban medidas privatizadoras de la educación superior llegaron a enardecer los ánimos de quienes, en años anteriores, ya tenían mucho que decir en cuando a la forma en que el gobierno de Chile estaba llevando los temas de educación. Esta vez el gobierno había dado la partida, con sus últimas acciones había logrado calentar los ánimos nuevamente.

El presidente de la FECH del 2010, Julio Sarmiento, había conseguido permiso para marchar por las calles aledañas a la Alameda, sin embargo la alta esfera de la organización, en conjunto con él, decidieron hacer caso omiso a las amenazas de los carabineros y dieron el primer paso para marchar por plena Alameda.

Javiera estaba con sus compañeros de la Chile cantando los respectivos ritmos. Se ubicaron frente a las fuerzas especiales, pero estaban tranquilos. Desde ahí la joven podía ver los numerosos carros lanza agua, los retenes y los carros lanza gases. El contingente policial era cuantioso. A caballo, a pie, con escudos y cascos, los carabineros estaban listos para atacar.

De pronto y sin previo aviso calló un chorro potente de agua sobre la espalda de la joven, instantáneamente todos corrieron y los que pudieron se cubrieron con sus pancartas. En cosa de segundos se escucharon los bombazos, uno, tres, seis, quince, incontables estruendos escuchó Javiera a su alrededor; sin miedo corrió hacia atrás pensando que encontraría la salida. Pero el gas lacrimógeno estaba haciendo estragos en su respiración y en la de sus compañeros de marcha. Uno que otro caía derrotado y era pisado por los demás. Estaban acorralados.

Corría de un lado a otro, sin poder ver ni respirar, desesperada por un poco de aire, cuando sobre ella cayó un joven ensangrentado, ahora la imagen era mas horrorosa, los gritos de las niñas, la tos de los demás, y ahora su chaleco blanco teñido de rojo.

Los atacaron constantemente, hasta lograr dispersarlos. Javiera nunca pensó que podía ser violentada físicamente por el Estado. Tenía en su mente contemplados, accidentes, robos, enfermedades; ¿Pero que su propio país la atacara por juntarse con más personas a proponer ideas relativas a mejorar la educación de Chile?

Hoy se sigue combatiendo, la gente sigue saliendo a la calle a luchar por sus derechos, primero de expresión, y luego por muchos otros como el de educación pública, de calidad y gratis; o como el derecho de cuidar nuestro medio ambiente de represas y termoeléctricas.

A pesar de entender y compartir el pensamiento de que las marchas son una manera válida de que la gente se haga escuchar, y que en el contexto actual de el país es importante moverse ahora, antes de que se profundicen las medidas privatizadoras, o comiencen a talar árboles y matar ríos; Javiera ya no puede salir a la calle.

Luego de ese día donde vio y vivió la violencia que es aplicada por parte de fuerzas especiales para dispersar las marchas, algo cambió en su interior. Un miedo irracional nació, una idea se originó en lo más profundo de su mente y ahí se alojó. “Me pueden atacar y puedo morir” es una frase ridícula en el contexto de una marcha donde en general la gente no muere; pero para Javiera es una realidad cada vez que piensa en asistir a las movilizaciones con que tanto se siente identificada.

Una tarde de cine y otros personajes

Me subí al metro Trinidad a paso rápido, éste lucía como todas las mañanas y atardeceres en que acudo a él. Sin embargo hubo un detalle que hizo que el trayecto que se avecinaba como el de todos los días resultara más entretenido. En una inesperada sincronización me encontré con un amigo. Vestía distinto, más serio, más adulto. Pareciera que los meses sin vernos hubieran cambiado cosas de nuestras apariencias, pero luego de diez minutos de conversación un tanto nerviosa, la distensión nos ganó, y éramos otra vez los dos adolecentes que sentados en el último puesto de la sala del colegio, desenredaban juntos las problemáticas existencialistas que los aquejaban.

El dialogo fluyó en torno a la hipotética posibilidad de padecer enfermedades crónicas y genéticas. Me dijo: Cacha que a veces siento que no me puedo mover en la cama, antes de dormir. Le pregunté: Como que te cargan?
- Pucha no sé, pero siento que algo me abraza o me aprieta y no puedo respirar.
- Aaah si, a eso le dicen así, se suponen que son como “presencias” que molestan en la noche, pero también dicen que esas sensaciones son típicas de las personas con principios de epilepsia…
- Uuuh, que brigído sería, porque mi tío tiene epilepsia.
- Demá po… si la epilepsia es genética. Cachay que en mi familia dos personas tienen esquizofrenia, y eso también es genético.
- Jajajajja , igual parecí esquiso.

En la estación Simón Bolívar me despedí afectuosamente de mi amigo de apariencia disímil. Me dirigí al cine a ver la nueva entrega del director mexicano González Iñárritu, Biutuful . El Hoyts de La Reina se presenta como el portal de la comuna. En plena Avenida Ossa se levanta el mamotreto azul del que cuelgan lienzos publicitarios de las películas que proyectan en las 16 salas que tiene el cine.

Tres pisos amplios e iluminados estaban repletos a la hora que llegué; la fila para comprar los tikets era larga, sin embargo avanzaba rápido. En la fila serpenteante había numerosas niñas de entre 10 y 14 años, sumamente arregladas y a la moda, cabellos largos y ondulados acompañan sus miradas extasiadas. Escuché hablar a las que estaban frente a mí, hacían cálculos matemáticos para saber cómo repartir el vuelto de las tres entradas que comprarían. Estaban emocionadas, se reían constantemente y miraban enamoradas el lienzo más grande que colgaba dentro del cine, éste ilustraba la caratula de la película del cantante juvenil Justin Bieber, llamada Never say never.

Luego de comprar las entradas, me sentí atraída por las photoshopiadas imágenes de hamburguesas, granizados, papas fritas y otros muchos alimentos, éstas abundaban tras los puestos de comida que había dentro del lugar. En el Hoyts de La Reina hay muchas opciones para saciar el apetito, entre otras se puede comer en un restorán, ya sea el Tip&Tap o el Rokos Pizza. Mientras caminaba por el lugar pensaba en la inmejorable idea que tuvieron los dueños del cine al permitir entrar con cualquier comida a la sala, hasta pizza.

También hay otras alternativas llamativas para comer: cabritas, completos, jugos y smoothies, chocolates, cafés, sorprendentes pizzas en cono, crepes –salados y dulces-, o churros 2.0. Yo caí por estos últimos, los había rellenos de maní, dulce de leche, frambuesa, nutella, y bañados en chocolates de todos tipos o chips de colores.

Con mi churro de chocolate relleno de dulce de leche en la mano, entré a la empinada y oscura sala. La mitad de los acolchados asientos burdeos estaban ocupados, me senté junto a dos jóvenes que hablaban con un volumen más alto de lo normal para una sala de cine. Ambos tenían los pies sobre el respaldo de los asientos de adelante y se reían a carcajadas de tallas que sólo ellos comprendían. Se bajaron aún más las luces y comenzaron los tráiler de los próximos estrenos.

Suele suceder que en ese momento, el de los trailers, me bajan unas ansiosas ganas de plantarme todos los días frente a la pantalla grande. De cinco películas que muestran, me juro ir a ver al menos tres de ellas, lo que comprueba la eficacia de márquetin que tienen esos 10 minutos de oro. Finalmente nunca voy a ver todas las películas que me propongo, ya que a ese paso todo el dinero con el que cuento caería en las manos de los usureros dueños del cine Hoyts.

Los dos chicos de mi lado seguían conversando a pesar de que el film ya estaba comenzando, los escuchaba hablar de que “Ojalá la película sea buena, el guatón dijo que era buena, pero como para viejos”. El otro chico opinaba que debían salir, que no le tincaba, que “el guatón” les regalaría otras entradas y que entraban a otra más de jóvenes para ellos supongo. Uno de ellos llamó inoportunamente por teléfono al “guatón”, quien al parecer es un trabajador del cine que les regaló las entradas, en la llamada “don corrupto”, como lo llamé en mi mente, los intenta convencer de que se queden en la sala ya que la película es buena, aunque triste, le cuenta el chico del celular a su acompañante.

Pasada una hora de dentro de la sala, y cuando a mi parecer empezó a agarrar más fuerza la trama, ambos jóvenes se levantaron de sus asientos hastiados de tanto diálogo. Y salieron ruidosamente, imagino a recibir otro par de entradas gratis. Al parecer la película no era lo que ellos esperaban ver, las expectativas una vez más son el agravante de la situación.

A las dos horas cuarenta y cinco de película, ésta concluyó y ahora era yo la que salía de la sala, empapada en las lágrimas que me invadían desde hacía media hora. El trayecto en metro de vuelta fue vergonzoso, mis ojos hinchados y mi llanto incontenible llamaban la atención de los pasajeros que me miraban con cara de espanto. Las expectativas dicen que una joven de mi tipo debe ser sonriente, escarbé en sus ojos e intente saber que pensaban. Para ellos lo más probable era que algún jovencillo de mi edad me haya roto el corazón de manera incalificable. Difícil de suponer resultaba la verdadera razón, es que una buena trama y dirección, más la inmejorable actuación de Bardem no suele ser causal de llanto mayoría de las jovencitas.

La ventanilla secreta y los hilitos de metal

El trayecto comenzó con un viento helado golpeando mi cabellera mojada. Vicuña Mackenna era una vez más, y como todas las mañanas una amplia calle de autos rápidos y pasto seco. La pista para autos cedió el paso a los transeúntes quienes a paso rápido cruzaron la calzada. La siguiente era la pista central de los buses del transantiago. Ya no daba verde la luz, sin embargo yo apuré a mis pies y crucé retrasando la partida del bus.

La estación Trinidad lucía moderna y sin vida como todos los días. Esta mañana no me recibió el guardia de siempre junto al torniquete del metro, supongo que es por la hora a la que partí mi viaje, es decir, casi dos horas más tarde de lo normal.

En el andén había más gente de lo común, y no es porque a las once de la mañana haya más gente tomando el metro, es que a la hora “valle” la frecuencia de los trenes es más baja. A los tres minutos llegó un vagón gris con naranjo como todos los días, pero más corto que el que llega entre las 6 y las 9 de la mañana.

Detrás de la primera puerta había un aire congestionado, la gente no estaba como sardinas, sin embargo, no había más de 20 cm entre las personas. Hacía calor, y el sol matutino pegaba en todas las ventanas del lado derecho del vagón.

Las estaciones subterráneas de la mitad del viaje dan la sensación de vivir en un mundo sumamente artificial, y provocan que el asenso a la superficie antes de la estación Macul sea como un renacer. Los rayos de sol volvieron a entrar uno a uno a través de las reforzadas ventanas, iluminaron las paredes blancas y las caras impávidas de los pasajeros.

Ya aburrida y pensando que aún queda la mitad del trayecto del metro me apoyé junto a la pequeña ventana de la pared frontal del vagón, y descubrí, como si fuese un secreto, que esa ventana daba a la cabina del conductor del metro. Y me quede ahí, pegada al vidrio oscurecido, observando algo que sólo yo tenía la posibilidad de ver en ese instante.

Por primera vez me inunda la conciencia la idea de que hay una persona que maneja el metro. Un hombre joven a quien nunca le vi la cara se recostaba en una silla alta y acolchada. Frente a él se despliega un tablero con muchos botones de colores, pantallas y un micrófono por el que lo vi decir los nombres de las estaciones.

Pero lo más interesante de mirar por la “ventanilla secreta” era que frente al hombre sin rostro se encontraba un amplísimo ventanal que nos permitía, a él y a mí, su espía, ser los únicos en todo el metro en ver el trayecto desde otra perspectiva. Frente a ambos se extendía una serpenteante línea férrea que era como hilitos de metal que dirigían al tren, como una “carretera” para el metro. Esta imagen era muy similar a la que uno ve cuando va en una montaña rusa, en ese caso uno ve la dirección que seguirá el terrorífico juego porque ves los hilitos de metal que pronto estarán bajo tus pies.

“Estación Grecia” lo veo y lo escucho decir. Me bajo y tomo la 510. Camino por Grecia hacia la entrada de Filosofía, le subo a la música, camino expectante, siento que me llaman, son mis amigos haciéndome volver a la realidad cotidiana, donde uno no ve los hilitos de metal que dirigen tu destino.

Desastre, el balde de agua fría.

Nos despertamos juntos. La luz entraba cálida por la cortina, las sábanas gastadas eran suaves; el calor solo provenía de su cuerpo tumbado junto al mío, afuera hacía frio. Giré mi tronco y lo primero que vi fueron sus ojos mirándome. Una vez más. Me observaba intentando reconocerme, buscando algo.

A veces dicen que la intuición le anuncia a uno cuando se vine alguna catástrofe. Se sabe que existen personas que predicen terremotos, o muertes. No logro comprender que engranaje averiado tiene mi intuición que no fue capaz de preverme tal desastre.

Nos levantamos separados, la cotidianeidad no era una característica de nuestra relación. Lo nuestro era más bien el intento persistente de algo. Nunca seguro, nunca definitivo, nunca constante. Para mi verlo fue siempre una aventura, no había ningún protocolo de acción, eso siempre me puso nerviosa.

Cuando aparecía frente a mí, un nervio recorría mi espina dorsal, la respiración se me agitaba, las manos sudaban; y una inexplicable sonrisa se me atornillaba a la cara. La risa era el escape. Cuando nos tocábamos, aunque sea en un inocente y casual encuentro de manos, una electricidad nos conducía a acercar nuestros cuerpos; su cuerpo, siempre más temperado que el mío, me arropaba en un recoveco de su forma. Y ahí yo era quien quería ser. En mi lugar favorito mis labios buscaban su cuello.

Caminé tranquila a la universidad, era un día como cualquiera, incluso mejor ya que la noche anterior había dormido en un sueño. Él llegaría más tarde, era lo único que yo sabía. Sentada en una banca conversando con una amiga lo vi llegar a lo lejos. A paso ágil se cruzó frente a mí, y fue ahí cuando lo vi de verdad.

La abrasó con total soltura, la apapachó con un gran abraso de oso, alejaron sus cabezas, se miraron y las volvieron a acercar para culminar en la unión de sus labios. La besó con delicadeza, si, la misma delicadeza. Entrelazaron sus manos y se dispusieron a caminar. Ahí me vio, noté un temblor en su cuerpo, una incomodidad.

Instantáneamente sentí un chorro potente de agua congelada derramarse sobre mi espalda. ¿Qué estaba viendo? La respiración se me detuvo notoriamente, durante largos segundos me quedé sin poder respirar, sin poder articular pensamiento. Como un disco rayado la escena se repetía en mi cabeza, con zoom y todo.

De pronto, al volver a tomar una bocanada de aire, fue mi estomago el que rugió. Mis músculos se tensaron y un calambre en los abdominales agudizó el dolor. Respiración agitada. Seguido a eso, las nauseas. Miedo.

Progresivamente las lágrimas iban saliendo de la garganta para viajar hasta mis ojos, de los cuales no pudieron salir. Minutos estuve en este estado de consternación. Las ganas de vomitar no me dejaban hablar, pero yo sabía que no había nada en mi estomago que estuviera provocando eso, no había comido. Traté de tragar saliva. Me sentía como amenazada con una escopeta manipulada por un asesino en serie.

No supe que hacer, donde ir, ni que decir. Caminé rápidamente lo más lejos que pude, y fue en ese caminar donde toda la tensión, que ya se había desplegado por todo mi cuerpo, sucumbió. Y se condujo hacia mi cabeza, explotó por boca y ojos, quejidos y lágrimas. El llanto era incontenible, no podía ni ver. Una desesperación colmó mi pecho. Lo sentía explotar. Pero no explotaba, solo me presionaba. Los pulmones ya no tenían espacio. Mi respiración cada vez más agitada me obligó a sentarme. Y fue ahí cuando sentí un peso caer sobre mis hombros y espalda, un peso que presionaba mi llanto.

Luego de unos quince minutos de catarsis, donde me sentí salir y entrar de mi cuerpo varias veces, me calmé. Aunque sólo de afuera. Los ojos me dolían y estaba cansada. Decidí volví por mi camino. Tomé la primera micro y me fui a casa. Me veía destruida, roja e impotente. Cada cierto rato la tensión me volvía nuevamente y lloraba compulsivamente menos de un minuto. En el trayecto llamé a mi amiga y le anuncié con la voz entrecortada: volvió con su ex.

Plaza de Armas, el reflejo misceláneo de Santiago de Chile.

En la capital del país se encuentra la Plaza de Armas de Santiago, en la intersección de las calles Catedral, Ahumada, Compañía y Estado. Se plantea como un lugar para el tránsito, el comercio, la entretención y el encuentro. Antiguamente era el escenario de las torturas a los delincuentes y alzados, especialmente mapuches en la época de la colonia. Hoy es un punto de referencia, un área apta para poner estrategias de marketing, ferias de empleos, marchas en pro de alguna ideología y muchas otras actividades relativas a la acción comunitaria.

También es pasarela para prostitutas y prostitutos, cama de indigentes, sala de juegos para adeptos al ajedrez, centro espiritual para tarotistas, santuario de predicación para evangélicos, oferta de empleos para contratistas y asiento de espera para muchos peruanos que buscan trabajo.

Es la mañana del 14 de abril, y la plaza luce iluminada, la luz del sol pega en lo más alto de la catedral y en las estatuas de la pileta de agua. Siete palomas se dan un baño de agua fría en la segunda meseta de la pileta, cotorrean y mueven sus alas indiferentes de la mirada atenta de un hombre mayor que está sentado en la banca del frente. Las canas largas se asoman a través del gorro de lana que tiene puesto. Viste un abrigo verde oscuro y zapatos rotos. La barba descuidada lo hace ver viejo y desaseado. Pasan los minutos y su actividad es la misma, mirar y mirar el quehacer ajeno, sin importar el paso del tiempo.

Un poco más al norte se presenta otra escena, son las diez de la mañana y gradualmente se van ubicando los pintores de la plaza. Uno de ellos llega desde la profundidad del metro con una mochila pesada sobre la gastada chaqueta de cuero; denota que trae consigo las herramientas necesarias para el trabajo del día. Saca de su bolsillo un manojo de llaves y se acerca a los armazones de fierro que están amontonados y amarrados a un árbol. Luego de abrir un par de candados, saca lo que será la vitrina de sus trabajos. Quita las telas y aparece una decena de obras de arte pictórico de distintos tamaños. Un arte muy colorido es el suyo, texturado y con mezcla de técnicas, abstracto y no figurativo. Arma un improvisado atril y se dispone a avanzar en otra de sus obras. Vierte colores y trazos en lo que, seguramente, se transformará en el adorno del living de alguien. Así se gana la vida, pintando a la vista inquisidora de numerosos turistas y santiaguinos que se paran tras su espalda cuchichiando sobre su creación.

El centro de la plaza marca el kilómetro cero de la ruta 5 , y no es al azar que esto sea así. Pareciera que este mega mix de cemento, árboles y colores tuviera en sí mismo algo más que solo personas caminado a paso ágil, sin mirarse las unas a las otras. Es más bien un pequeño mundo que manifiesta el estado de un universo social.
La Catedral de Santiago por fuera se mira desde el ajetreo, los ruidos, el reten de Carabineros que cada día se estaciona frente a ella. Desde dentro es un espacio pacífico y un tanto tenebroso. Representa a la perfección la idea de “religión católica ,apostólica ,romana”, y junto con esto el oscurantismo y silencio de la Edad Media. Todos meditabundos entran a la iglesia con un ritual de humedecerse las manos con una agüita “santificada”, y luego persignarse. Dentro del templo judeo-critiano se camina a paso lento, se habla bajo y se observan con vehemencia las imágenes de santos y profetas.

Una pesada puerta de madera enchapada separa esa realidad de una radicalmente diferente, al salir la brillante luz del sol encandila y el ruido de los autos y buses que pasan por las calles desconcentra. Afuera todo es distinto, las personas parecieran estar concentradas en lo que deben hacer y hacia donde van, no en donde están, ni quiénes son.

La delincuencia es normal en el centro de Santiago, y la Plaza de Armas no queda fuera del ojo de los lanzas. Una joven de nacionalidad peruana asegura que sus connacionales que se sientan todo el día al costado derecho de la catedral no son ladrones, no son capaces de ir a robar, pero acepta que algunos de ellos son los que reducen la mercancía.

Paula vive desde los nueve años en Chile. Junto a su madre y a sus hermanos pequeños llegaron buscando un futuro mejor. Cursó la enseñanza media en Chile y entró a estudiar derecho a la Universidad de Las Américas. Duró un año y quedó embarazada de un chileno. Doce años después de haber llegado, trabaja en uno de los tantos negocios de la “pequeña Lima” vendiendo productos peruanos, industriales y vegetales, para sus compatriotas y restaurantes peruanos de la capital.

El comercio y la mano de obra es la fuente laboral de la mayoría de los peruanos que viven en Santiago. Un joven que trabaja para Turistik, en la plaza, cuenta que ha visto como llegan camiones con gente que pide mano de obra barata e inmediata, y los peruanos –que incluso andan con herramientas de trabajo en sus mochilas- se pelean por la jornada de trabajo.

El comercio ambulante es el mayor problema para la ley pública, dice un carabinero de unos 60 años, perfectamente vestido con su traje verde y sus chapitas doradas. El retén móvil está estacionado en medio de la plaza los siete días de la semana, además hay un contingente policial destinado a velar por la seguridad y el cumplimiento de lo establecido para un lugar público. Sin embargo la prostitución no presenta un problema mayor para ellos. El “paco” cuenta que “las chiquillas no son mayor problema, aquí el problema son las personas que vienen a protestar”.

El carabinero se exalta al saber que quienes lo entrevistan son dos alumnas de la Universidad de Chile, y suelta apresuradamente “Yo recuerdo muy bien las caras, si las pillo un día en algo así, de esos mismos aritos que andan trayendo las metería en el retén”.

Luego de tal amenaza, las personas que circulaban por la Plaza de Armas no se inmutaron. Los ciudadanos siguieron caminando como si alguien los persiguiera, los discapacitados rogando por unas monedas, los curas escuchando pecados, los tarotistas diciendo ambigüedades, las prostitutas cobrando, los pintores soñando mundos y los peruanos esperando una alguna oportunidad.