El trayecto comenzó con un viento helado golpeando mi cabellera mojada. Vicuña Mackenna era una vez más, y como todas las mañanas una amplia calle de autos rápidos y pasto seco. La pista para autos cedió el paso a los transeúntes quienes a paso rápido cruzaron la calzada. La siguiente era la pista central de los buses del transantiago. Ya no daba verde la luz, sin embargo yo apuré a mis pies y crucé retrasando la partida del bus.
La estación Trinidad lucía moderna y sin vida como todos los días. Esta mañana no me recibió el guardia de siempre junto al torniquete del metro, supongo que es por la hora a la que partí mi viaje, es decir, casi dos horas más tarde de lo normal.
En el andén había más gente de lo común, y no es porque a las once de la mañana haya más gente tomando el metro, es que a la hora “valle” la frecuencia de los trenes es más baja. A los tres minutos llegó un vagón gris con naranjo como todos los días, pero más corto que el que llega entre las 6 y las 9 de la mañana.
Detrás de la primera puerta había un aire congestionado, la gente no estaba como sardinas, sin embargo, no había más de 20 cm entre las personas. Hacía calor, y el sol matutino pegaba en todas las ventanas del lado derecho del vagón.
Las estaciones subterráneas de la mitad del viaje dan la sensación de vivir en un mundo sumamente artificial, y provocan que el asenso a la superficie antes de la estación Macul sea como un renacer. Los rayos de sol volvieron a entrar uno a uno a través de las reforzadas ventanas, iluminaron las paredes blancas y las caras impávidas de los pasajeros.
Ya aburrida y pensando que aún queda la mitad del trayecto del metro me apoyé junto a la pequeña ventana de la pared frontal del vagón, y descubrí, como si fuese un secreto, que esa ventana daba a la cabina del conductor del metro. Y me quede ahí, pegada al vidrio oscurecido, observando algo que sólo yo tenía la posibilidad de ver en ese instante.
Por primera vez me inunda la conciencia la idea de que hay una persona que maneja el metro. Un hombre joven a quien nunca le vi la cara se recostaba en una silla alta y acolchada. Frente a él se despliega un tablero con muchos botones de colores, pantallas y un micrófono por el que lo vi decir los nombres de las estaciones.
Pero lo más interesante de mirar por la “ventanilla secreta” era que frente al hombre sin rostro se encontraba un amplísimo ventanal que nos permitía, a él y a mí, su espía, ser los únicos en todo el metro en ver el trayecto desde otra perspectiva. Frente a ambos se extendía una serpenteante línea férrea que era como hilitos de metal que dirigían al tren, como una “carretera” para el metro. Esta imagen era muy similar a la que uno ve cuando va en una montaña rusa, en ese caso uno ve la dirección que seguirá el terrorífico juego porque ves los hilitos de metal que pronto estarán bajo tus pies.
“Estación Grecia” lo veo y lo escucho decir. Me bajo y tomo la 510. Camino por Grecia hacia la entrada de Filosofía, le subo a la música, camino expectante, siento que me llaman, son mis amigos haciéndome volver a la realidad cotidiana, donde uno no ve los hilitos de metal que dirigen tu destino.
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